11/11/08


Acerca de Jeff Koons

Uno no nace artista. Uno tampoco llega a ser artista. A uno le designan, le designan y le pagan, para que cumpla su papel. Lo que uno puede hacer es pelear para que su trabajo se inserte dentro de la selección cultural del momento. No se nace profeta. A uno, le conceden el papel, le certifican profecías, pero los profetas no emergen de la nada, los profetas les ha parido su madre la Historia, y siempre terminan siendo carne de cañon para ella, por más que sepan de sus calurosas dolores intestinas, por más que sepan amarlas.

La retórica de la simulación, nueva en su momento, de la cual hecho mano Koons hasta la indigestión, se insertó en un primer momento dentro de lo que muchos teóricos han acordado en llamar la “posmodernidad fría”, que fatalmente arrancó con la naturalidad con la cual Estados Unidos respondió a la primera posmodernidad calida europea, una especie de síntesis ágil y feroz entre las burlas intelectuales de Duchamp y la creativa asepsia de Warhol, toda empapada de un posestructuralismo revisado a lo Baudrillard.

Junto a Koons, figuras como las de Barbara Kruger o Heim Steinbach empezaron entonces, para hablar de un mundo donde lo real muchas veces no era precisamente real, a crear productos artísticos depurados de todos los tópicos que rondaban tradicionalmente la obra artística, como la genialidad, la verdad o la mano del artista. El objeto artístico se convirtió así en un fetiche del merchandising cultural, sometido a la benevolencia de las galerías y el público teleguiado hacia ellas, pero triunfante en su calidad de fetiche. Hay algo sacro en el trabajo de Koons y no está solamente ligado a la calidad de los materiales elegidos que en su obra están empleados a modo de signos. Hay además de este tratamiento catártico del material una opacidad propia al lenguaje pornográfico, que contrariamente a la apertura del erotismo, que precisa de la participación de la imaginación y el deseo para actuar, se niega a la sublimación en una hermetica y muda imperativa. Como apuntaba Baudrillard, el objeto artístico es aniquilado para convertirse en algo “monstruosamente extraño y obsceno”. Monstruosamente extraño, porque no tan extraño. Es esta la inquietante extrañez descuartizada por Freud en sus ensayos sobre cuentos populares, donde el muñeco de repente cobra vida y se anima. Los signos empleados por los artistas de esa retórica de la seducción y la simulación son extraídos directamente de una cultura contemporánea caracterizada por esa hiperrealidad que intentan recrear esos artistas, empleando además técnicas mercantiles propias de ella, como en el caso de Koons que expone a menudo sus obras en vitrinas o peanas de escaparate.

Un centenar de personas trabajan a diario en el taller de Jeff Koons. Un centenar de sueldos consecuentes, o sea. Él se lo puede permitir, pero ¿no es eso acaso un desafío a las leyes tecnócratas de la necesidad, una afirmación de libertad en un mundo dominado por la geometría de la abundancia y el ahorro? Cien personas para una obra. Una obra para un solo cliente. Koons es consecuente con su medio, y todo lo barroco de su producción no reside solamente en su plástica sino en una verdadera metafisica barroca del deseo por encima de la realidad material e histórica.

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